domingo, 28 de octubre de 2012

El último viaje de Alejandro Magno



Babilonia, la ciudad de los Jardines Colgantes una de las 7 maravillas de la antigüedad según Heródoto y capital de uno de los imperios más deslumbrantes de la Historia, uno que uniría como nunca dos civilizaciones secularmente enfrentadas: Occidente y Oriente. Su precursor fue Alejandro III de Macedonia, conocido por todos como Alejandro Magno, el Grande. No en vano, tras una épica cruzada que lo llevó desde la capital del Imperio Macedónico, Pella, hasta el corazón mismo de la India, consiguió aunar la razón y la lógica de los griegos con el misticismo y la religión de persas y egipcios. A partir de ese momento, Alejandro desarrollaría una política con la que consiguió la fusión de dos mundos antagónicos iniciada con su matrimonio con la persa Roxana, madre de su único hijo Alejandro IV. 

Con apenas 33 años el gran conquistador murió por causas aún por determinar dejando como legado un vasto territorio que terminó por ser dividido por los diácodos, los generales que lo apoyaron en vida. Aquí se abre uno de los mayores interrogantes sobre su figura, la localización de la tumba donde fue enterrado, uno de los “Santos Griales” de la arqueología moderna. Sabemos a través de los documentos que el cuerpo de Alejandro, símbolo de la legitimidad real, sufrió un auténtico trasiego hasta su posterior desaparición. Una vez momificado y colocado en un fastuoso sarcófago de oro, el cadaver fue secuestrado por uno de sus general, Ptolomeo, y llevado a Egipto donde el emperador deseaba ser sepultado. En el País del Nilo Ptolomeo se proclamó faraón ordenando construir en Alejandría un gran mausoleo dedicado a macedonio. Allí reposaría hasta que en el siglo III a.C. Ptolomeo IV erigió un nuevo emplazamiento, el Soma, a donde acudirían en masa gentes de todo el Mediterráneo a adorar a aquél Rey-Dios del que hablaban las crónicas. 

Con el advenimiento del cristianismo a fines del Imperio Romano, la tumba de Alejandro ya no solo simbolizaba la de un mítico rey del pasado sino la de una divinidad pagana que atentaba contra el nuevo credo impuesto desde Roma. Los cristianos centrarían su ira contra su tumba que fue destruida tras los repetidos llamamientos a tal efecto del patriarca alejandrino Georgias. Para algunos investigadores su momia fue troceada, sin embargo para Andrew Chugg, historiador británico, ésta fue trasladada a Venecia donde descansa en la tumba atribuida a San Marcos. Esta arriesgada teoría se basa en la coincidencia temporal entre la desaparición de Alejandro y el milagroso hallazgo del cuerpo del santo, y el descubrimiento bajo un ábside de la basílica veneciana de una lápida con una estrella real que recuerda al símbolo de la dinastía Argéada a la que pertenecía el conquistador. 

Sea cual fuere su paradero, el legado de Alejandro Magno fue colosal especialmente si nos atenemos a su corta existencia. Su figura consiguió inspirar a grandes personalidades de la Historia como Julio César. Plutarco nos relata en sus “Vidas Paralelas” cómo el joven César rompió a llorar ante el busto de Alejandro cuando dio cuenta de sus escasos éxitos a la edad de 33 años momento en el que el Magno era dueño y señor de medio mundo conocido. 

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